Mi abuelo Wenceslao utilizaba esta frase seguido: “ganar el pan con el sudor de la frente”. Claro, él era obrero del papel con orientación en trabajo de la tierra. Tenía el sudor de la frente asegurado. Ahora, a un sujeto de la clase media ilustrada que se pasa la mitad del día golpeando un teclado con sus dedos, esto se le hace mucho más difícil (aunque, con los calorcitos que se vienen, tal vez podamos conformar a la frase en “dos o tres grados más”).
Lo cierto es que eso del “sudor de la frente” siempre me generó desconfianza. Sobre todo, porque he escuchado esta expresión en la boca de quienes no parecen andar sudando mucho que digamos. Desconfío del cansancio, eso es lo que me pasa. Creo que, cuando un ser humano se cansa, es porque en algo le ha pifiado. No creo que el cuerpo sea una herramienta para ser cansada, sino todo lo contrario. Y, por otro lado, el orgullo por el cansancio (el sudor de la frente) de los sectores más oprimidos de la sociedad me provoca un cierto espanto. Porque, si mal no he entendido, existe una especie de regocijo ante la propia explotación (y hasta una molestia cuando el “otro”, el vecino, no es explotado lo suficiente).
Por eso me quedo con la propuesta de Bertrand Russell que aparece en su libro “El elogio de la ociosidad”: ¡4 horas de trabajo diarias! Ganar el pan sin el sudor de la frente. Porque –y déjenme no descubrir nada- si con 4 horas y el avanzado nivel técnico-tecnológico que ha alcanzado nuestra sociedad podemos satisfacer todas nuestras necesidades; ¿por qué trabajaríamos más? ¿Quién se está quedando con el fruto de todas las otras horas?
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